Navojoa, 23 de octubre de 2009.
Querida Soledad:
Nunca he hablado de mi. Ni de mis divagaciones con nadie más que contigo. Porque hablar de mi es desnudar mi vida desde dentro. Es hablar de mis comienzos, de mis días, de una olvidada porción de pensamientos no escritos que sólo viven en cada retazo de mis recuerdos.
Me es difícil empezar, y más el poder escribirlo. Es porque ya no lo hago. Ya no escribo. No puedo escribir, ya no lo recuerdo. Sólo tengo esta memoria transmutada en este viento frío que percibo. Esta vivencia de encontrarnos, de sentarnos a escuchar reflexiones tan dolorosas, diálogos tan febriles y grises de esta cabeza revuelta en tristeza.
Mira que ha pasado tiempo. Tiempo de anhelos, tiempos de ansias, de rascar el cielo, de cerrar los ojos, de anhelar abrazos. Y no es que me apeteciera mucho, la verdad, pero mi cuerpo anhela e insiste tanto por un abrazo que no puedo hacer nada, aun si me negara o cuantas veces lo desee. Pero me doy cuenta que es más acertado sacar todo eso en un suspiro antes de comenzar a temblar por pensar en ello.
Por eso ahora te confieso que yo de niño te conocí por primera vez. Podía escuchar tu respiración sin sonidos, sin hacer ruidos. Estabas allí, en el silencio de algunas miradas sincrónicas que transmutaban en muecas y sonrisas de amistades amargas. Que fuiste tu quien dio forma a mi quimérica realidad que abraza cada latido de mis ensueños adormecidos. Que todas las cartas que te he escrito desde hace años, mis cuadernos, cada pensamiento, cada renglón recortado, todos mis libritos de hojas sueltas se han convertido en un escándalo en mi cabeza cuando realmente el verdadero propósito era conseguir no pensar en nada, expulsarte de mi conciencia.
¿Me recuerdas? soy el lejano niño que se esfumaba en tus brazos de viento helado incapaz de sonreír mirándote a los ojos. Soy el niño que en la más tranquila quietud hablaba contigo de esto y aquello gesticulando alegría de tu silente compañía. Y luego de un tiempo, me acostumbré a conjugar verbos contigo, olvidándome del sentir, de la burla, y la tristeza que es dolor respirable.
No sé si puedas recordarme. Me encantaba jugar contigo imaginando una nueva vida, la energía que nunca tuve, y cierta habilidad para hacer amigos sin el vacío infinito que aturde mis memorias. Ha pasado mucho tiempo desde esos momentos, desde esos entonces, y no te pareces en nada a la niña que fuiste pero que regresaste a mi en una caricia como cuando, escritorio por escritorio, me hacías divagar en los exámenes incitándome a escuchar el trino de los gorriones y el suave soplo del viento. Pero aún ahora, en mi loco frenesí, logro recordar lo olvidado. Tú tan lejos, tú tan cerca y tan llena de silencios y eternas nimiedades desgarradoras.
Los minutos pasan en estas horas con aire que evoca pasado, y todavía no sé si me recordarás. Yo te recuerdo bien. Aún te recuerdo en otra página de mi niñez, y hubiese intuido quién eras si mi inocente ingenuidad me hubiese permitido ver desde la expresión de tus ojos a través de ella, la niña del juguete perdido. Quién hubiese pensado que cuando cruce la calle para entregárselo te presentarías en un suave murmullo de desaire. La vi riendo escondida en el rubor de unas mejillas que parecían desprender calor. <<¿Quieres jugar?>> dije intentando hacer una amiga <<No juego con tontos>> dijo y rió burlona, sonrojada y amarga dejándome con una verdad que no me permitió rincones para esconderme de ti, ni de ese frío sentimiento ante una escena de sonrisas falsas de una amistad rechazada.
Es extraño escribir de ti y de mi contigo. Te escribo no con intención de que me contestes. No te hablo directamente porque sabes que siempre se me ha dado mejor escribir que hablar, por eso decidí contarlo de esta manera aunque casi ya no lo haga. Si estás leyendo esta carta es porque últimamente me es difícil escribir tus abrazos en alguna parte de mí y porque llegan a mi mente momentos de una niñez que siguen ahogándome en suspiros, extinguiéndome como en cada noche sin compañía alguna que pueda comprender lo que escribo en mi memoria.
Te escribo esta carta desde esta tarde-noche en silencio. El rojo del horizonte se esfumó al quedarme dormido por un instante en mis recuerdos. Veo las nubes pintadas ahora en el naranja destellante con el que se hacen las tardes. Desde donde estoy sentado veo la calle que ya empieza a hormiguear con prisa en risas, bulla y bicicletas, y aunque no alcanzo a oír tu respiración en el viento que no sopla, sé que estás ahí en un espacio propio, alentándome con palabras fugaces desde el sosiego que me envuelve.
Tu amigo de infancia,
Rafael.
P.D.: Mi experimento para acortar distancias se me ha ido un poco de la manos… Tanto duele pensar que hoy sólo soy un extraño que alguna vez se enamoró.